Formada en Letras e Historia del Arte en la Universidad de Buenos Aires (UBA), habiendo pasado por los talleres de artistas de la talla de Kenneth Kemble y Víctor Chab, María Silvia Corcuera habita la piel de una “artista fémina curiosa”—tal sus palabras—que va sumando experiencias y con cierta cuota lúdica aborda el terreno de lo popular latinoamericano y su transculturación.
Con más de tres décadas de trabajo en su haber, muestras individuales y colectivas, obras integrando colecciones de museos y privadas y destacada con premios tales como el Premio Trabucco otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes (ANBA), seleccionada para el proyecto de investigación Intersección de Arte, Ciencia y Tecnología, de los arquitectos Carnicero-Fornari (FADU, UBA), María Silvia hace un trabajo de pesquisa y registro de la cultura que nos da cobijo, aun con todos los cambios que pudiera sufrir. Empezando por el trabajo en el plano hasta llegar a la dimensión 3D de la escultura y los objetos, la artista intenta mantener activa la memoria que nos da identidad y pertenencia, busca vincular y reconvertir la relación entre el pasado y el presente y se pregunta si en esa tarea, “¿no es acaso ser un cronista de nuestra época?; ¿y qué es sino un artista?”
María Carolina Baulo: En los años 90 empezaste a trabajar con los “Peinetones,” los cuales según tus propias palabras, fueron “un fenómeno Rioplatense del siglo XIX.” Contanos sobre este trabajo y su vigencia en pleno siglo XXI.
María Silvia Corcuera: Yo venía trabajando sobre el peine como ornamento popular. Todos sabemos que el peinetón (de influencia árabe), por medio de España, llegó al Río de la Plata y en la época de Rosas las porteñas lo adoptaron como moda (en desaforada competencia); ahí empezó a agrandarse hasta llegar a medir un metro en algunos casos. Fueron usados como propaganda Rosista con leyendas. En los míos incorporé otro tipo de frases, algunas irónicas. Este fenómeno duró casi 30 años. Lo tomé como ícono de nuestra sociedad netamente competitiva, grandilocuente, que exterioriza nuestra idiosincrasia con falta de humor y negación de la realidad que caracterizó ese momento hasta hoy. Durante esos años se vivía una aparente bonhomía pero había signos de lo que vendría. Recordé las tumbas bizantinas hechas con alabastro, se me ocurrió darle un carácter funerario, que fueran mujeres y ahí compuse cada peinetón de un metro. Eran cuatro con los ojos tapados de frente, de perfil, y dorso. Me tomé 3 años para hacerlas, son secuenciales, obviamente todas blancas. Hablaba de esa larga tradición de necrofilia que tenemos como sociedad.
MCB: Las “Ciudades,” también de los años 90 y se extiende hasta el 2007, recibe los ecos de los “Peinetones” sintetizándose en una suerte de representación abstracta. La figura de la ciudad y el peinetón se asocian conceptual y metafóricamente de una forma muy interesante en tu obra; me gustaría nos contaras al respecto.
MSC: Fue tan fuerte la muestra de los peinetones, “Voluntad de Desmesura,” que era una trampa mortal como artista. En los peinetones-mujeres dominaba la curva, para salir de ella incorporé la recta. Me di cuenta que había ángulos que podían convertirse en peinetones pero abstractos. Busqué objetos de deshecho simbólicos e hice pequeños bocetos de broches, como si fueran escarapelas pero iban a ser mi ciudad; ahí empecé a desarrollar ese tema. Encontré pequeñas fichas de marcación de ferrocarril que tiraban a la basura pues era el momento de las privatizaciones. Con ellas hice “La ciudad de los días contados”—en este caso las ciudades estaban rodeadas de ellas, todos sabíamos el aislamiento que iba a provocar su destrucción. De pequeñas tintas llegué hasta la escultura. Hice una muestra donde había collages, objetos y broches de plata, que eran mi ciudad. Como un mito fundacional, una cosa es llevar la plata encima, cerca del corazón, que lo humanizas y otra cosa era ser una ciudad de cartón; siempre hice hincapié en la jerarquización de los materiales. Hay varios grupos que se llaman “Las amenazadas,” “Las protegidas” o “Las suplicantes,” su base son bateas (recipiente de madera para lavar o moler maíz en nuestro norte argentino). Es alusivo a la dicotomía entre la ciudad y el campo.
MCB: La serie “La Dote” (2018) convierte a la joyería en una pequeña obra de arte cargada de concepto. Joyas hechas de materiales pobres pero que adquieren un status “superior” al ser re-significados. Contanos sobre este trabajo.
MSC: Adoro el ornamento. ¿Cómo adornarme yo misma, hoy, desde este momento? Consulté con una historiadora que investigó la dote en el siglo XVII, una especie de donación, legado, que prefigura la clase y viste a todas, ricas y pobres. Desplegué todo lo que había juntado. Cada dote-collar-objeto expresamente elegido para no ser utilizable, representa un legado para mí y para todas las demás. Hay un collar negro con corchos dorados, en el centro un corazón negro de cartón (cuando tomo la idea del corazón, lo tomo como memoria popular), entre los corchos hay una cruz compuesta de dados (como la antigua tradición del Norte de África, que cada lado tiene un destino, el que te toque será el tuyo). Otro collar, atravesado por agujas de tejer, con una clara alusión a una grilla como la que usaba Torres-García o la Bauhaus misma; pero ojo, esas agujas aluden a la construcción de nuestra vida y a lo abortivo. En otro caso, una media de nylon sostiene rezagos de aluminio hirientes, donde atraviesa la bandera Argentina sostenida por pequeños ganchos de colores para sostener la ropa. Otro está construido por cápsulas de café. Esta globalización tiene rajaduras en las que podemos entrar. Busqué pequeñas tijeritas doradas, para reafirmar esos cortes que permiten esto. Me fui a San Cayetano y compré ex votos (donde es claro el sincretismo). Elegí las que tienen que ver con la suerte y el trabajo como una invocación para exorcizar el mal de nuestro tiempo. Acompañé esta muestra con una obra sobre San Cayetano, se llama Los hilos de la pérdida (2003–05). En el medio hay un espejo para que nos miremos todos, cantidad de San Cayetanos lo rodean, hilos cuelgan de él como lágrimas. Esto también es parte de “La Dote.” A éste, mi país empobrecido, le regalo con la dote, el esplendor del ingenio de lo cotidiano.
MCB: ¿Cuáles son los materiales que más te representan? Sin duda el papel, yeso, aluminio, madera policromada, son de los más importantes. ¿Cómo los elegís y porqué acorde a cada serie y momento en que ejecutas las obras?
MSC: Soy una acumuladora serial de objetos—algunos de desecho y otros no—que salgo a buscar o vienen hacia mí. En los peinetones me llevó tiempo encontrar los materiales adecuados. Noté que la mayoría de las mujeres trabajaban en papel. Al ver por televisión un canal de labores femeninas, me reaseguró la técnica de la cartapesta. Hice con ella grandes relieves de papel, gasas y enduido plástico. Era lo más usado en ese momento. En el caso de las ciudades observé mucho los volquetes y qué contenían ellos: maderas de descarte, cartones, tachuelas, trapos, clavos, hierros, papeles. A mi ciudad yo la pensaba jerarquizar desde la pobreza de un modesto cartón hasta la plata. Como en el caso del Juego urbano (2003), que es de madera, hierro y trapo. Los cascabeles los compré en Bolivia hace 30 años. Volví a recuperarlos para contraponerlos al silencio de un momento oscuro. En “La Dote” es tan fuerte el significado de los objetos que habla por sí mismo. La búsqueda del material es una parte especialmente gozosa para mí. Una verdadera arqueología de su tiempo.
MCB: “Dones, Randas y Cascabeles” (2011–19) establece una interesante relación entre el sonido y el silencio, la introspección del acto creativo de la randa, lo textil, lo femenino; todo se resume en una obra que vuelve sobre la cultura, la tradición y lo popular…La figura del cascabel resulta clave.
MSC: Cuando empecé a trabajar el cascabel recordé que fueron traídos por los españoles a América, con una acepción festiva en la ropa. Cuando abrí las puertas de lo medieval me encontré con la filosofía; actualmente algunos filósofos hablan que estamos atravesando un nuevo medievalismo. La utopía de la era industrial se acabó, ese sonido festivo se ha vuelto silencio, oscuridad. Ese brillo y sonido del cascabel lo contrapuse con un violeta oscurísimo, casi negro. De luto estamos, ¿no? ¿A dónde vamos? En un mundo donde todo es sonoro, ese color lo neutraliza. Agregué la palabra, la poesía, escrita sobre tela. Tal vez, lo más íntimo que nos repara en silencio. Recordé a un poeta olvidado, Ángel Bonomini, y su libro Lo oculto y lo manifiesto, esa dualidad está en nuestras obras como artistas. También recuperé El Esplendor/El Zohar (libro místico sefardí). Utilicé hojas de coca que las doré y adherí sobre telas, rodeando sus palabras. Hablé de lo sagrado/desacralizado, ya estaba en la forma circular de la escritura como plegaria o mantra. Recuperé las randas, carpetas hechas por mujeres en el pueblo de Monteros-Tucumán; esa técnica fue traída a América cuando en España Carlos V era su rey. Rand es en alemán randa. Ese tipo de encaje de un solo hilo, que atraviesa hasta hoy 500 años de transculturación y sigue vivo. Silencio y sonido. Palabras como hilos conductores de una historia viva. Mística perdida. Sagrado/desacralizado. Brillo y oscuridad. Tantas dicotomías…
MCB: Por lo general tu obra se mantiene en el plano de lo monocromático. Algunas series como “Las Comadres” (2006–07) abordan sutiles combinaciones pero por lo general son protagonistas el blanco, negro, rojo, azul y la presencia del metal en la plenitud de su plateado. ¿A qué se debe la preponderancia monocromática?
MSC: Cuando la globalización se hizo explícita me llamó muchísimo la atención la preponderancia del color rojo, descubrí que era una forma de introducir al mercado un color netamente oriental. China avanzaba a occidente, el rojo lo representaba. Empecé a seguir los signos y obviamente a los sociólogos y etnógrafos con la simbología del color. Me di cuenta que lentamente iba mutando al azul, al abrir la computadora su pantalla irradiaba azul. La utopía del cielo y también de la alquimia. Y me dediqué, durante años, a esa tonalidad. Fue apareciendo el negro y el blanco. Luto para occidente, blanco-luto de oriente. Y por supuesto, los grises ópticos me fueron inundando hasta hoy. Tal vez, el brillo del metal es para mí como esa concepción ancestral de reverencia a que todo lo sagrado es brillante. Quizás el azar, la intuición, la curiosidad, y la fascinación de algunas certezas, como la mano de un adulto que lleva a un niño, me conducen por ese camino y yo, por supuesto, me dejo llevar encantada.